Sírvase en un cuenquito un puñado de frutos secos. Acompáñese de una copa de vino, moscatel o jerez. Posiblemente la receta más fácil de la historia y, a la vez, el postre por antonomasia de los ochenta en Barcelona. ¿Sí, os suena? El músico.
Era esa Barcelona de paella los jueves y no pidas pescado los lunes, de pollo el martes y croquetas de pollo el miércoles. Y hablando de pollos, los de Los Caracoles, que se hacían con vinagre. Lo de si echarle vinagre al pollo a l’ast era el gran debate antes de que la gente discutiera si la tortilla de patatas lleva cebolla o no. En cualquier caso, ahí estaban y ahí siguen los pollos dando vueltas en el espetón, una ineludible metáfora de la vida en la calle.
En la calle Sant Pau, el también desaparecido Pollo Rico era la Suiza del Raval, lugar neutral de encuentro al mediodía de toda la fauna nocturna del barrio. Nadie riñe cuando hay ricos y jugosos pollos a la vista.
Esos ochenta de olor a gamba. La parte baja de la Rambla hacía tufo a gamba (culpa del Sierra Nevada, en la esquina con Conde del Asalto). En la Barceloneta, el Rey de la Gamba. La Ronda Sant Pau olía a gamba alrededor de La Bohemia. La plaza Maragall olía a gamba porque La Gamba (aún en vigor). Las plazas de cada barrio olían a gamba, nombre usted el suyo. Mariscal hizo el Gambrinus, adivinen en qué se inspiró. En Nochevieja, el cóctel de gambas con salsa rosa era la estrella.
Oigan, y qué se comía bien por ahí un día cualquiera. De primero, entremeses o ensalada catalana. De segundo, conejo al ajillo o butifarra con monchetas, alioli pal body, cuando no merluza a la romana o sepia.
El plato estrella para los críos eran los libritos con patatas, mientras que los grandes también tenían para escoger un surtido de guisos y platos de cuchara. En los menús diarios había fricandó, escudella, trencadís y otras delicias que Moltalbán hacía comer a Pepe Carvalho. Entonces aún había sitios que se atrevían con la bechamel o la salsa de champiñones, como el Porta Coeli allá donde llegaban Las Golondrinas. Algo más de cien duros costaba comer en casi todas partes, aunque la cosa se encareció mucho hacia finales de la década.
También era la época del Larios con cola, el ron con cola, el güisqui con cola o lo que fuera con cola, todo herencia del paso de los marines americanos de la Sexta Flota. La tónica estaba tan pasada de moda que Schweppes tuvo que bombardear a una generación entera con anuncios, los anuncios del hombre de Schweppes. De hecho, anuncios había de todas las cosas por todas partes: fanta Mirinda, gaseosa Sanmy, Estrella Dorada.
Los del morro fino disfrutaban de cócteles en la Boadas, o incluso en Gimlet, por donde rondaban los últimos progres de la Gauche Divine. Champán en el Xampanyet, mira qué bien. Vino malo a raudales en El Agüelo. Barcelona, la ciudad alcohólica anónima.
Pero si algo tenían los ochenta que no volverá, eran los postres. Además del músico, había crema catalana, el bizcocho borracho, las fresas con nata (con un chorrito de zumo de naranja o de limón) y la cuajada con miel. Y por encima de todos ellos, el gran rey, el novamás, el postre más barcelonés jamás concebido: el pijama.
¿Saben dónde se inventó el pijama? En el Set Portes. Melocotón en almíbar, flan, piña, nata y helado. Sobre todo, no olviden la bola de helado. Lo tenía todo. Era lo mejor.
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