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CASINOS DE POBRES

A día de hoy, es fácil pensar en Barcelona como una ciudad de ocio. Un ocio fino, de clase media, de ir al teatro, a un concierto indie, cenar en una terraza y bailar en el Apolo. Pero ¿fue siempre así? A fin de cuentas, Barcelona es la ciudad del diseño y bien ha sabido rediseñarse, cresteando las curvas de la riqueza y la desigualdad.
Pongamos hoy la lupa en la Transición, en esa Barcelona postfranquista y preolímpica que tenía cien duros en el bolsillo y soñaba con billetes de cinco mil pesetas; cuando los marines, trileros y limpiabotas se mezclaban Rambla abajo, a menudo con paseantes venidos de barrios obreros, vestidos de domingo y cara de lunes.
Cuando si hacemos números, vemos que los niños de la guerra ya tenían nietos, nietos que no entendían por qué el yayo guardaba celosamente conservas en la alacena o esa manía de los papás de ir a Perpiñán.
Era la época del ocaso del boxeo y los toros, aficiones tan varoniles como el sol y sombra o ver ganarlo todo al Real Madrid en blanco y negro. Cerró el Gran Prize y cerró Las Arenas y con ellos se acabaron los asaltos, los tercios y las suertes.
Si uno quería apostar, porque a fin de cuentas de eso vamos a hablar hoy, el rey era el jai alai (cesta punta). Un deporte diabólico, vasco y repartido a partes iguales entre el Frontón Colón y el Teatro Principal. Luego uno podía bailar jazz y pop, aunque la mayoría acababa en el Kiosko Cazalla o en los Billares Monforte. Allí, a altas horas, el ruido del marfil callaba y empezaban las timbas de póker donde cambiaban de manos los ahorrillos de gente corriente.

Pero no todo se movía en la parte baja de La Rambla. Si los viernes noche la gente normal veía el Un, Dos, Tres, los sábados eran el día de los galgos. Era el día de llevar a los nietos al canódromo, fuera al Pabellón (plaza Espanya) o al Meridiana. Era un pasatiempo decadente e incomprendido, donde muy pocos sabían realmente a qué chucho pulgoso apostar. Tanto daba mientras los taquilleros permitieran a los niños ingresar apuestas de pocas pesetas y sentirse mayores. En el fondo, era la forma de pasar la mañana gastando poquito en una actividad a la que le quedaban dos telediarios. Más en el fondo aún, una metáfora miserable de la vida: una liebre de mentira, lebreros esclavos y boletos rotos antes de ir al bar a echar el vermú.


Deberíamos hablar ahora de los bingos, el verdadero casino de los pobres. A veinte duros el cartón, llevado a la mesa por una bella señorita que también vendía tabaco y servía cubatas. Cada barrio tenía como mínimo el suyo, aunque a día de hoy la mayoría se han reconvertido en salones de tragaperras y apuestas online. Los bingos crearon su propia mitología, mezcla de numerología y patas de conejo. Sin saberlo, habían sido templos paganos durante los oscuros años de la fe por la gracia de Dios.
Porque el tiempo, pasó. Pasaron los años y los barceloneses dejaron de apostar, un síntoma más del fin de la cultura del chollo. Había que madrugar y estudiar, hacer carrera, aprender inglés. El siglo veinte terminaría con la apertura del Casino Barcelona, un gran casino de lujo, junto al mar, apto para magnates rusos, chinos y saudíes. Como si fuera un espejo en el tiempo y en el espacio de aquel Casino de la Rabassada de principios de siglo, copa y puro, en la montaña.

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Un casino acorde a la ciudad del diseño, sin duda. Como el antiguo Canódromo Meridiana, ahora un “parque de investigación creativa” y un “circuito saludable”, todo tras un largo litigio con los vecinos a quienes se les prometió un equipamiento deportivo e ilusos esperaron un polideportivo o una piscina. Qué cruel es el karma urbanístico.

Del canódromo Pabellón, donde ahora está la sede de la ONCE, no queda rastro alguno. Las Arenas se transformó en un centro comercial hi-tech. El Prize pasó a ser una esquina más de Núñez y Navarro. Lo demás, un recuerdo borroso de una ciudad que vivía al día y pagaba para olvidar.