¿Alguna vez escuchaste lo de “irse a Australia”?
¿Alguna vez tu papá pegó un portazo mientras decía «ahí os quedáis, ¡yo me voy a Australia!»?
Fue uno de los mitos más refritos durante el Régimen, el auténtico El Dorado de los 60 y los 70.
Era muy fácil: el gobierno australiano, falto de mano de obra y hombres viriles, te pagaba el viaje al otro lado del mundo a cambio de que, al llegar, te hicieras cargo de unas tierras y te casaras con una hermosa mujer australiana.
En aquella época, en la Barcelona desgastada del desarrollismo, el rumor de que había un país lejano donde se daban tierras y esperaban las mujeres, corrió por las calles igual que en el siglo XVI se hablaba de Jauja, la tierra de los ríos de leche donde nadie había de trabajar y los tesoros incas yacían varados a lado y lado de los caminos.
De hecho, el mito australiano perduró sin apenas cambios hasta bien entrados los 80.
![Map of Australia, 1960: Mid-Twentieth Century History | TimeMaps](https://timemaps.com/wp-content/uploads/2016/10/australia1960ad.jpg)
La leyenda tiene un origen muy concreto. Como tantas otras leyendas, nace de una semilla de verdad.
En 1958 hubo un acuerdo para enviar españoles a Australia, impulsado por la Iglesia Católica, que quería compensar la presencia protestante en el país-continente. Estos españoles debían reunir una serie de condiciones: estar sanos, ser creyentes practicantes, tener experiencia trabajando el campo, no tener antecedentes, haber cumplido el servicio militar y pertenecer al Sindicato Vertical.
En un principio, el Régimen quería enviar a canarios, pero Australia dijo que “sólo blancos”. Por lo tanto, se escogieron candidatos vascos, símbolo de virilidad, fe y laboriosidad. Al invento se le bautizó como «Operación Canguro». Sin comentarios. Todo tenía un aire a peli del Oeste, con indios y todo (aunque con bumerangs)
Cuando llegaron allí los primeros, tras un muy penoso viaje en barco, la situación fue terrible. Los australianos -y australianas- rechazaban a los españoles “fascistas” en sus comunidades, ninguno de los españoles hablaba bien inglés, y el trabajo era durísimo. Trabajo en las plantaciones de caña de azúcar, plantaciones de las que nunca serían propietarios y cuyo cultivo era tan arduo como ingrato.
Aun así, la mayoría hicieron de tripas corazón y se quedaron, sobre todo por miedo a las represalias económicas o de otro tipo que sufrirían si volvían. El gobierno envió más e incluyó mujeres hasta que se formó una pequeña comunidad en 1964. Para entonces, ya se vio que aquello era una mala idea, y aquella gente, unos 7000, quedaron allí a su suerte. El Régimen, al ver que aquello no le daba los beneficios que le había dado alquilar mano de obra a Alemania, Pepe, detuvo los envíos y se dedicó a otros quehaceres como, por ejemplo, hacer que las divisas vinieran ellas solas a España. O a sus playas, al menos.
Sin embargo, la semilla de la leyenda ya estaba plantada y, poco a poco, fue llegando gente a Barcelona diciendo que conocía a uno que conocía a otro que fue a Australia e hizo fortuna, que tenía una granja con caballos, porque las historias de migrantes son siempre iguales, pero nunca nadie conoció a ese amigo de un amigo, ni supo adonde había que ir a apuntarse o cómo había que hacer qué.
Y si alguno lo intentó, debió fracasar horriblemente, pues ni siquiera había consulado australiano en Barcelona, puesto que se inauguró en 1989.